El Lambucio Ilustrado

sábado, 24 de septiembre de 2011

Despechos antropológicos


En toda la gama musical latinoamericana de mediados del siglo pasado –ajena a los monigotes prefabricados del norte- se acrisoló en muchos de sus exponentes, intérpretes y compositores un tema tan frecuente que muchas veces suele pasar desapercibido. No es, por tanto, descabellada la escena del visitante de taberna que, ante el consejo del mesero – psicólogo, ahoga sus penas no sólo en alcohol, sino en música. Basta con prestarle atención a muchos boleros y tangos para encontrar en sus letras un espécimen del romance que, a la luz de los días, parece fosilizado, sólo presente en los recuerdos y añoranzas de muchos ancianos: el amor misógino.

Sin duda alguna, la música como reflejo del acontecer sociocultural, es a la vez reflejo de la mentalidad, maneras de ser, pensar y sentir de las personas. ¿Qué decir entonces cuando el desprecio y/o el odio se le endilga a quien es al mismo tiempo el objeto de romance? Todo parece indicar, sin caer en el estricto contraste maniqueísta, que al menos en nuestros antepasados (y ya se explicará el porqué), el amor-odio musical es un vestigio irrefutable del tipo de relaciones interpersonales de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. De allí venimos.

Producto del conflicto entre la sociedad patriarcal (europea) y matricéntrica (aborigen), el latinoamericano irrumpe en el acontecer mundial como un elemento nuevo, con sus propias afecciones y características. Sus maneras de amar y odiar, lógicamente, se confeccionaron de igual manera, moldeándose según permitiera la interacción ambiental. Los avatares de los ritmos, ritos, creencias y mitos, fueron dándole forma a la evidencia nombrada, en donde lo musical, como expresión del ser, puede abarcar un enorme territorio cultural. Ahora, ¿por qué se presenta de manera abrupta en el bolero matancero, o en el tango sureño, cualquier cantidad de epítetos misóginos en lo que podría ser un normal despecho? Sería ligero, trivial, ridículo y excesivamente pavoso achacarle este fenómeno al ya recurrido “machismo”. Yo creo que el asunto va más allá, y para eso, basta comparar: hoy en día el romance chapado a la antigua, el “good old-fashioned lover boy” es anatema, una interdicción. ¿Será entonces que la musicalidad latinoamericana actual, incapaz o temerosa de emular cualquier expresión antigua, se enfrasca en “maquillar” lo que antes era norma destacar? La temática del bolero no es la misma de la balada de hoy, por supuesto. 

Tal vez hurgando en las profundidades de las teorías freudianas pueda surgir alguna explicación ante la debacle del amor idealizado, espiritualizado, y por qué no, sublimado, del “amor-odio” típico de nuestro ancestro caribeño. Todo parece indicar que ese amor misógino musical fue reflejo de la mentalidad de aquel entonces, producto de un conflicto socioantropológico de vieja data que se venía arrastrando de la colonia. ¿Será que la mezcla de culturas foráneas le impidió al latinoamericano forjarse una forma de amar exenta de odio?

Cualquiera que sea la explicación, el extinto romance de nuestros abuelos, su sonoridad y su expresión genuina de una verdadera pasión quedaron eclipsados por los postmodernos gemidos de gata salvaje de Luis Fonsi. 



jueves, 18 de agosto de 2011

Muerte Pop



“Según Freud, el inconsciente humano no conoce el tiempo o la muerte. En sus recovecos orgánicos y psicoquímicos internos el ser humano se siente inmortal”. Roberto Esteban Duque. Ensayo sobre la muerte.

"La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa". Cervantes.

"Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda". Fontaine.


Conocido es por todos el proceso terminal de la vida: la muerte. Una experiencia social que en todas las culturas representa un momento trascendental como agente catalizador de tradiciones o ritos cuya acción primordial es expresar lo que la muerte representa. La magnitud de la ceremonia fúnebre, en muchos casos, es la mejor evidencia de cuán importante fue, no sólo el fallecido, sino el mismo acto de morir.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando algo tan significativo como la muerte se traslada a la esfera ultramoderna y globalizada de internet, que a fin de cuentas representa la más reciente vía de comunicación humana? No cabe duda de que la muerte adquiere los mismos matices que posee la frenética  y arrebatada aldea global.


Hace pocas semanas se produjo el asesinato del cantautor argentino Facundo Cabral. Una enigmática muerte que consternó buena parte de la sociedad latinoamericana. Llaman poderosamente la atención las demostraciones de aflicción producidas por un evento tan lamentable como dantesco, precisamente de personas cronológicamente jóvenes, asiduas al twitter, facebook, youtube, etc., quienes muy probablemente en su vida, jamás de los jamases, en la quintaesencia del nunca, habrían conocido ni siquiera una canción del cantante. Personas que muy probablemente nunca en su vida supieron que Facundo podría ser el nombre de una persona. Inmediatamente producido el trágico homicidio, una grotesca cantidad de usuarios atapuzaron sus cuadros de mensaje, teléfonos móviles, subnicks, hashtags, etc., mostrando aparente dolor. Ahora bien, ¿tan nimia demostración es digna de alguien como Facundo Cabral, o más bien es una de esas subterráneas motivaciones humanas de figurar en cuanto evento se dé expresadas a través de la accesibilidad vertiginosa que brinda la vida 2.0?


La comunicación humana es una trampa. Muchos académicos suelen alabarla por la posibilidad  que ésta ofrece de vincular y dinamizar las relaciones humanas, pero lo que parecen estar olvidando es que, así como une, también separa. La comunicación es puente y obstáculo, camino y barranco, ayuda y perjuicio a la vez. Muchos parecen estar ignorando que la estética comunicativa de la actualidad, rápida, volátil y  práctica, se está trasladando al resto de las relaciones interpersonales, condicionándola a una extensión determinada, a un avatar, a un tema de interés.

Al calvario de la superpoblación, que de por sí menoscaba el valor de la vida humana, hay que sumarle una suerte de culto fashion que está envolviendo a la muerte: todo indica que no sólo la vida de una persona valdrá menos, sino que si ésta no se adapta a la moda, ni siquiera será una estadística de fin de semana. 

¿Qué estamos haciendo?, ¿trivializando lo inevitable, aprovechando la superficialidad de las redes sociales, para escapar? Al final de este artículo, cualquier muerte que pretenda trascender, deberá caber en 140 caracteres… 

martes, 26 de julio de 2011

Ritos y espiritualidad criolla (reflexiones urgentes sobre la cotidianidad venezolana IV)


“Los sentimientos de 'amor y temor de dios' no tienen su origen en dios, sino en los seres humanos. Son sentimientos de frustración dirigidos por el hombre a un ser imaginario que pretende sea su padre."  Sigmund Freud

"Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la Tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra". Génesis 1:26

“Es inhumano bendecir cuando nos han maldecido.” Friedrich Nietzsche

No son nuevos los ritos de data ancestral en Venezuela, ni son puros. Eso ya se sabe. Lo que sí parece estar sucediendo es una especie de deformación –o escapismo en el mejor de los casos- de la espiritualidad venezolana, la cual, desde los años 60, ha adquirido una estética urbano - tribal propia de estas latitudes tercermundistas.

Algo que llama poderosamente la atención es cómo en el seno de la espiritualidad idiosincrática surgen formas de adoración religiosa totalmente opuestas a la norma, a la convención, al decoro, al respeto. Formas que, en la más profunda, recóndita y enraizada naturaleza, esconden el ensalzamiento perenne de la ignorancia. Una ignorancia cuyo rostro cada vez se parece más al venezolano común.

Esto no quiere decir que las creencias oficiales inveteradas en la nación sean el mejor ejemplo a resaltar, pero al momento de comparar, las distancias son enormes. Tanto así, que por momentos el catolicismo puede percibirse como inocuo al poder sacarse de él (no sin escarbar profundamente) las reflexiones de San Agustín o la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino.



¿A qué viene todo esto? Pues nada más y nada menos a los nuevos-viejos objetos de adoración presentes en el sincretismo venezolano. Un sincretismo que en su vientre alberga desde la chamanería indígena, el sacerdocio y la jerarquización cristiana y los descabellados rituales africanos. Un sincretismo que además de estar generalizado, parece que cada vez gana más y más terreno. Debo resaltar que es necesario excluir ritos y expresiones populares que por la naturaleza de sus objetos de culto no figuran en este ensayo (Chimbangleros de San Benito, Diablos de Yare, etc.). 

Ahora bien, si usted ha leído algo sobre espiritismo venezolano, sabrá que existe desde un tiempo para acá (y cada vez con mayor número de séquitos e impacto mediático) la Corte Malandra. Una Corte de bajo rango perteneciente al culto de Maria Lionza cuyo origen caraqueño estuvo entre los años 60 y 70 del siglo pasado, compuesta por delincuentes que en vida se caracterizaron por sus acciones "robinhoodescas" -para el común de la gente- pero si se ve desde una perspectiva socioantropológica un poco más estricta, se encontrará uno de los ritos más tragicómicos de la cultura venezolana. 


¿Qué lleva a un mortal pedestre a subir a la categoría de santo a un malandro? ¿Qué hace que se deifique a quien representa la peor plaga que azota a la sociedad venezolana? Esto tiene dos lecturas: 1) demostración exagerada de buscar un dios que se parezca al creyente. 2) Una inversión total de los valores tradicionales. 

La primera opción, sin duda, no es nueva. Es la mejor evidencia de la creación mítica, de la configuración de formas de creer y pensar moldeadas a conveniencia de quien necesita rezarle a alguien que retroalimente de manera expedita las aspiraciones humanas. No en balde las pinturas de Jesucristo en la Europa renacentista muestran a un avatar rubio, blanco caucásico, cuando su «supuesto» origen semítico echa por tierra cualquier polémica al respecto. En el seno de la venezolanidad está fermentando una creencia que converja con las inquietudes y necesidades de quien deposita su fe en un malhechor. Es decir, el venezolano de a pie está moldeando su dios hecho "a imagen y semejanza". 


El Descendimiento de la Cruz (Pontormo).

La segunda opción es inquietante: un asunto que representa un descalabro moral. ¿Puede, o más bien, merece alguien cuya vida fue instrumento del mal levantarse en el altar nacional como deidad? Esto, seguramente, el criollo no lo ignora: allí parece que se incuba lo que muchos venezolanos quieren: un dios que sea tan malo como ellos. Es difícil pensar esto de otra manera al tomar en cuenta las características de la personalidad de los malandros criollos. Si se le rinde culto a un dios cuya circunscripción está lejos del terreno "moralmente establecido", los creyentes, obviamente, se sentirán libres de hacer lo que le venga en gana ya que su referente religioso es un desfachatado matón. Dicho de otro modo: "si mi dios es malo, yo puedo ser tan malo como él". De allí surgen innumerables preguntas: ¿la tradición católica venezolana ha sido incapaz de arropar las aspiraciones de sus creyentes? ¿Estas creencias son producto de los desmanes de la postmodernidad? ¿La adoración de malandros representa un atraso o no es más que una adoración sincrética particular?   

Sea cual sea la respuesta, seguirán estos ritos, mutando con el tiempo, tomando la forma que la religiosidad demande. Para la reflexión, dejo dos videos, uno más nefasto que el otro...