El Lambucio Ilustrado: julio 2010

lunes, 26 de julio de 2010

Reflexiones urgentes sobre la cotidianidad venezolana (I)



“No me cabe concebir ninguna necesidad tan importante durante la infancia de una persona que la necesidad de sentirse protegido por un padre" Sigmund Freud.
“Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir "civis romanus sum"; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su mundo”. Erich Fromm.
“¿Qué adorno más grande puede haber para un hijo que la gloria de un padre?” Sófocles.
“Luke, yo soy tu padre”. Darth Vader.

Arturo Uslar Pietri, una vez jugando fútbol, pateó tan duro un pote de jugo que se le espachurró un juanete. De todo su cachivache literario siempre hubo una constante obstinada, pero a la vez necesaria: la venezolanidad. Ahora bien, ¿qué es eso que llamamos venezolanidad? Él hizo bien en caracterizarla como una unidad de tierra, hombres y destino que han forjado un espacio común que es Venezuela. Ese proceso de fusión tiene, valga la redundancia implícita, un elemento sin el cual la idiosincrasia nacional no sería lo que es: el mestizaje. Por cinco siglos, y como bien ya se sabe, el territorio nacional ha sido poblado por los más diversos grupos étnicos y religiosos. Este mestizaje, aunque es un atributo común a todas las naciones latinoamericanas, en Venezuela tiene la particularidad de estar segmentado. Pareciera que según la clase social a la que pertenece un determinado grupo, el mestizaje como elemento de identificación tiene menor fuerza. En este ensayo se exponen algunas ideas relacionadas con la venezolanidad y sus avatares en los últimos tiempos.

Concretamente y ya en un contexto social, Alejandro Olmedo define la venezolanidad como la naturaleza antropológica del ser humano mayoritario, urbano y popular, originario del espacio físico y aguas comprendido entre los meridianos 60º y 73º, y entre los paralelos 1º y 12º del planeta. Ahora bien, como se esbozó anteriormente, en los últimos tiempos se ve cómo se apela a la ascendencia para de alguna forma resaltar aquello que el gentilicio criollo no es capaz de hacer brillar, o también lo que no quiere ser opacado por éste. Es decir, aún cuando la mezcla cultural (más que el simple mestizaje biológico) en Venezuela es tangible e innegable, se percibe cómo el ancestro inmediato es un determinante de lo que sería la persona. Obviamente, esto se percibe más en unos sectores que en otros (especialmente en la clases medias y altas) pero no deja de ser un fenómeno generalizado.

Como bien afirma la Gestalt: “el todo es más que la suma de sus partes”. Ese todo (la venezolanidad), llevándolo a términos sociológicos, debería ser un elemento nuevo, único, diferente, caracterizado por un cúmulo de particularidades que conforman una nueva entidad social. Es decir, se le otorga a esa entidad el atributo de forjar la identidad de una nación. Para ser más explícito: los españolismos, lusitanismos, italianismos, maracuchismos, margariteñismos, etc., dejan de ser lo que son para unirse a la idiosincrasia local y crear una cualidad común a todos. En Venezuela no sucede así; hay una suerte de derrotismo maligno que impide al criollo asirse de un bastión, de una insignia, de un elemento local que lo identifique como tal. Para mayor INRI, quien lo haga con lo poco que consiga, no deja de ser catalogado con el remoquete de “patriotero”, “jalabola” o “ridículo”.

Para nadie es un secreto que la política ha esparcido de manera continua cantidades incalculables de paja sobre aspectos que deberían considerarse sagrados: familia, religión, educación, salud. El colmo del patasarribismo venezolano es tal, que hasta los valores que se suponen que nos identifican como nación han sido asaltados por la diatriba política, aunque para ser sincero, se ha permitido que eso suceda. Las figuras por excelencia de lo que nos representaba han quedado devaluadas. El culto a Bolívar, ese culto que fungió mucho tiempo como una suerte de religión civil, ha quedado en segundo plano, embadurnado de matices políticos. Ese Simón de Caracas que liberó a medio continente, que fue militar, humanista, ingeniero, sociólogo, psicólogo, poeta, vidente, vive en la extensión artificial de un afiche que cuelga en una oficina pública cual talismán caribeño. Actualmente la figura de El Libertador ya no es más que la de un Quijote cabalgando a un burro hambriento en medio de un desierto borrascoso. Él mismo lo dijo: “he arado en el mar”.

-¿Qué piensa usted cuando le dicen Argentina?
-Fútbol, tango, rubias modelos, frío, Buenos Aires.
-¿Y cuando le dicen Brasil?
-Fútbol, Pelé, samba, carnaval, modelos culonas, Amazonas.
-¿Y México?
-Fútbol, burritos, tacos, rancheras, Thalia, Acapulco, Cancún.
-¿España?
-Fútbol, pasodoble, gallegos, toros, flamenco, Pamplona, Madrid.
-¿Y Colombia?
-Fútbol, García Márquez, Valderrama, cocaína, guerrilla, Medellín.
-¿Y Venezuela?
-Chávez, Miss Universo…

Y es válido. Es válido que para cualquier extranjero desubicado nuestra imagen frente al mundo sea la de un mandón verrugómano rodeado de hermosas doncellas culonas a la orilla de una espaciosa playa de petróleo. Es válido porque el problema está en que ni por equivocación (aunque se supone que no debería ser así) el venezolano se ha empeñado en forjar su identidad. No hay. No la tenemos. No hay nada que nos identifique como tales a menos que sea por las dos cosas anteriormente mencionadas. Sin embargo, hay dos elementos que pongo en el tapete a propósito para la discusión, que sin lugar a dudas, son esenciales para entender un poco más este fenómeno: el deporte y la paternidad.

Padre, papá, papacito, papachongo. Cualquiera sea el nombre que se le ponga, un papá es un papá. El que lo tiene lo tiene. Pero ¿y quien no lo tiene? Cualquiera diría “el que no lo tiene no lo tiene”. En el caso de los venezolanos yo diría “el que no lo tiene lo busca”. Y es eso lo que está pasando. Venezuela busca padre. Venezuela está en adopción.

Si hay una nación latinoamericana que posee exageradas muestras de necesidad paterna es Venezuela. Muestra de ello es el remarcado interés en las elecciones nacionales (aquí se demuestra que el presidente es el padre por excelencia). Presidente para acomodar carreteras, para limpiar calles, para barrer, para llevar a los niños a la escuela. Para todo. Los venezolanos han convertido la figura presidencial en una suerte de cachifa portátil, prèt-à-porter, para resolver su vida. El derrotismo venezolano ha llevado a pensar al ciudadano común en que el presidente lleva una varita mágica con la cual puede modificar a su antojo el porvenir de quien le pide. Venezuela es una mano tendida pidiendo ayuda. Venezuela necesita a alguien que la apapache.

Esa necesidad paterna es expresada de distintas formas. Una es como se mencionó, pero otra es a través de eso que yo denomino “culto a triunfo”. El culto al triunfo es la nueva reverencia cultural en Venezuela. El triunfo, generalmente ajeno, es aquel que puede apagar la sed de padre o de felicidad en la ingente masa enardecida que grita goles argentinos, brasileños o italianos. El triunfo, generalmente ajeno, es el único que puede hacer soñar al venezolano con la gloria, el éxito, el empíreo despejado abriendo el camino a la eternidad. El triunfo, generalmente ajeno, convierte al himno nacional en una pachanga ultramoderna con la cual el pedestre se puede despegar de la realidad y convertir la vida en discoteca. El triunfo, en fin, sea ajeno o no, le da sabor a la vida.

La teoría de Jung expone claramente la naturaleza de los arquetipos, definiéndolos como los contenidos del inconsciente colectivo de tendencia innata, los cuales determinan la manera de experimentar las cosas. De esta manera, Jung caracteriza el arquetipo del héroe como una simbolización del maná (poder espiritual) y una representación del Yo, cuyos rasgos de personalidad son idealizados. Esto lleva a que la persona se identifique con el héroe, subiéndolo en una especie de pedestal para ser alabado.

No deja de ser llamativo el escapismo local que afanadamente busca enarbolar triunfos ajenos, y más allá de esto, héroes ajenos. Para esto, el fútbol es el mejor expositor. ¿Será la ausencia de héroes nacionales lo que motiva a hacer esto? ¿Será por el simple hecho de ser extranjeros que los héroes de afuera cuelan tan bien en el imaginario local? ¿Será que la alabanza del héroe foráneo es una manera de expiar nuestras culpas, o más bien, de auto-flagelarnos por nuestras fallas? Digámoslo de una vez: no es normal que un país se convierta en una suerte de protectorado temporal que sale a celebrar la victoria de una nación lejanísima, con la que no se tiene ni el más remoto vínculo sentimental. No es normal que alguien sufra, ría o llore por alguien que jamás ha visto en su vida, por alguien que posiblemente jamás verá y por alguien con el que no guarda ningún tipo de comunicación.

De allí surgen muchas preguntas, como: ¿qué lleva a un muchacho a pintarse la cara y salir a ondear la bandera de otro país del cual no conoce ni la capital? ¿Qué lleva a la muchacha a sufrir casi de infarto cuando el jugador acaba de fallar su tiro libre? ¿Qué lleva al cúmulo de gente que sale a caravanear a la calle como si fuera su último día en la tierra?

Por lo anteriormente expuesto, es válido que quien sienta una afinidad por algo, cualquiera que esta sea, la manifieste. El objetivo de este pequeño ensayo no es el de criticar las posibles adhesiones a elementos extranjeros, sino más bien exponer el fenómeno social y llamar a la reflexión. Esta reflexión se relaciona directamente con nuestra realidad, la dura realidad que ve el ciudadano de a pie que se encuentra con un país en crisis ¿Quién no va a voltear la cabeza y hacer la vista gorda en un país donde las estadísticas nos muestran frente al mundo como la tercera o segunda nación más peligrosa del mundo? ¿Quién no baja la cabeza cuando la cifra del fin de semana muestra más de cien muertos, así sin más, como si nada? ¿Quién no trata de escapar al ver la alarmante telaraña de corrupción que traga presupuestos de hospitales y escuelas sin terminar? ¿Quién no se hace el loco al ver lo que fue una verde montaña ataviada de árboles convertida en un tugurio miserable del que cuelgan familias enteras? Venezuela tiene muchas cosas para hacer la vista gorda, muchas, demasiadas….

Para la psicología deportiva, el deporte es un elemento cultural que constituye para el individuo un medio de interacción. Por tanto, el deporte como espectáculo es un fenomeno de masas que se encuentra íntimamente ligado a diversos aspectos: políticos, socioeconómicos, territoriales, etc. El fútbol, evento deportivo más importante del mundo, es en Venezuela un elemento que muestra muchísimos aspectos de la forma en que se relacionan los grupos sociales con estandartes o distintivos, en este caso, deportivos. Lo llamativo del asunto es la magnitud de la tal identificación.

¿Es la heroicidad deportiva extranjera el oxígeno que necesita el venezolano para ser feliz? Porque si a ver vamos, los setecientos cincuenta mil millones de jonrones de Andrés Galarraga no fueron suficientes para formar aunque sea un griterío, para formar aunque sea una fiestica. 
Si a ver vamos, los cuatrocientos billones de atajadas de Omar Vizquel no han sacado a nadie a la calle a bonchar. Los triunfos de los Navegantes del Magallanes han llevado al éxtasis de poblaciones localizadas, jamás comparadas con la bullaranga rabiosa a nivel nacional que produce la victoria de Brasil en una Copa Mundial. Jamás de los jamases la magnitud es similar.

¿Es la heroicidad deportiva extranjera el nuevo culto al triunfo del venezolano? Ya que a falta de Vinotinto, buenos son los triunfos del Real Madrid o el Barcelona.
¿Es la heroicidad deportiva extranjera la nueva figura paterna del venezolano? Ya que a falta de presidentes, libertadores o mandatarios dignos de ser admirados, buenos son los equipos de afuera.
¿Es la heroicidad deportiva extranjera la nueva fórmula para escapar del día a día? Me asusta pensar en que la respuesta sea afirmativa.

Uno de los grandes problemas sociales, o mejor dicho, idiosincrásicos, es el hecho de que como nación, nuestros logros no son lo suficientemente visibles como para ponerlos en una balanza y, de alguna forma, contrarrestar los fracasos: Venezuela fue una de las primeras naciones en abolir la esclavitud, en aprobar el voto femenino, en garantizar la obligatoriedad de la educación, en poseer universidades de prestigio completamente gratuitas. Venezuela fue uno de los primeros destinos de emigrantes que buscaban huir de la guerra debido a su clima, hospitalidad y prosperidad. Venezuela tiene reconocimiento mundial por la calidad de su café, cacao, ron y tabaco. Venezuela cuenta, con sus vaivenes tragicómicos claro está, con un sistema democrático que desearía tener más de un país latinoamericano. En resumen, Venezuela cuenta con logros suficientes como para formar una idea de los avances sociales. El problema radica en la visibilidad de los mismos.

Ahora bien, ¿son estos avances suficientes para dejar en segundo plano nuestras debilidades?, ¿son lo suficientemente importantes como para constituir un estandarte? Mi respuesta es: son lo suficientemente importantes como para vivir en paz.

En las próximas reflexiones, se abordará el fenómeno musical, el cual no deja de estar vinculado al problema de la identidad nacional.

Mientras esto siga siendo así, la venezolanidad es y será un coleto exprimido por una conserje española.

jueves, 1 de julio de 2010

La residencia diabólica (o cuestionamientos físico-acústicos de la maldad humana)


Hace 45 años, Jean Paul Sartre, en su casa, bajando por las escaleras de la azotea, pisó una concha de cambur y se esmuñungó el cogote. De toda su parafernalia existencialista (la cual, como toda parafernalia, posee elementos interesantes), dijo lo que se convertirá en la frase del futuro: "el infierno son los otros". Es, por ende, À huis clos, más que una obra de teatro existencialista de referencia académica, un texto que encierra una de las frases en la que se sumergirá el porvenir humano y especialmente el criollo.

En mi vecindario, o mejor dicho, mis vecinos, han tomado al pie de la letra esta frase y la han convertido en su estandarte de guerra convivencial. Los más descabellados ejercicios de la hijueputez humana son llevados a cabo frecuentemente por un ejército atormentador. Los fines de semana se caracterizan por ser precisamente lo opuesto a lo que deberían ser: si el descanso en cualquier zona es ley, en esta, donde vivo, se convierte en anatema. Por eso me pregunto ¿será una patología de la convivencia el hecho de irrumpir temerariamente en la paz ajena? Si la autoridad no sólo labora en las proximidades del inmueble, sino que también pernocta en ellas ¿es esto muestra del poco respeto por la tranquilidad vecina o es más bien una demostración de la pasividad de quien es destruido, llevado a masoquismos extremos?

Este panorama pantanoso es la carátula del asunto, la parte externa, lo visible, el carapacho de la tribulación. A niveles más profundos, cabría preguntarse, dada la alta frecuencia de los tormentos ¿no será que, inconscientemente, este vecindario maldito necesita tales bullarangas? ¿Será que en lo más recóndito de las almitas de quienes cohabitan en este suburbio, hay un bailarín endemoniado que pide ritmos endiablados a cincuenta mil revoluciones por minuto? ¡Tum-tum-tum-tum-tum-tum-tum-tum! ¡Coño! ¡Por el amor de Atila!

¿Es el desnalgue una manifestación de alegría? ¿o es más bien un culto al sin-sentido? Nadie, absolutamente nadie en sus sanos cabales puede disfrutar un momento en el que el sonido ensordecedor de una canción llena todos los rincones del espacio. Si el sonido se propaga por ondas sonoras, en mi vecindario se propaga por ondas diabólicas. En mi Manual de tenebrismo físico (2008) hay una fórmula para calcular la maldad acústica humana expresada en rabios (Rb), unidad físico-acústica del tormento que equivale a 140 decibelios (umbral del dolor) por el número de insultos proferidos por hora entre el área, sería:

Rb=140 db x cñm / l²

(Asumiendo que el área en cuestión es cuadrada como cualquier vulgar apartamento de cuatro paredes).

Por tanto, al ejemplificar dicha fórmula, pongo el caso del pasado fin de semana, en el que se alcanzó un alto nivel de maldad acústica. Sea la cifra del umbral del dolor multiplicado por treinta y siete coñazos de madre entre el área de mi apartamentucho:

Rb=140 x cñm / l²

Rb= 140 x 37 / 97

Rb= 53, 40

Ahora bien, una noche en la que exista un altísimo nivel de rabios, es una noche con una peligrosa propensión a conductas autodestructivas, en mi caso, a conductas piromaníacas. Por poco llegué a la irresponsable solución de mi infancia de arreglar todo con fuego: se hace una bola gigante de algodón a la cual se impregna totalmente con alcohol; con un dispositivo especial para arrojarla, se le prende fuego y se dirige a un punto específico: una puerta, una cortina, un capó de carro, etc.

Debe dejarse claro que todo nivel de rabios superior a 100, es irremediablemente dañino, por lo cual, de buenas a primeras, se recomienda el suicidio.

En artículos posteriores, procederé a explicar con más detalle esta formulación, así como la revisión formal de la ley de Hulk (o ley de probabilidad de reparación instantánea).

Referencias

Rengifo, J. (2008). Manual de tenebrismo físico. Caracas, Venezuela: Ñif.