En un mundo globalizado como éste, no cabe duda de que las relaciones de
poder terminan cimentando sus esquemas, patrones y modos de ver la realidad. Ante
la dinámica mediática actual, producto de un vertiginoso intercambio de
información, son muchos los elementos socioculturales que demuestran la
presencia de la dominación que tiene el mayor productor-vendedor ideológico del
mundo: EE.UU.
Sin caer en el denostado y omnipresente antiimperialismo, enemigo celebérrimo
de nuestros gobernantes, es preciso circunscribir cuál es el verdadero
epicentro de enajenación que produce una de las culturas más turbias de la
cotidianidad. La invasión estética –a la cual quiero hacer alusión, tal vez por
ser la más desapercibida- es posiblemente una de las consecuencias que como
sociedad del tercer mundo nos ha impedido forjar elementos de sana identidad,
asociados a un baluarte unitario y no al chovinismo trasnochado. La mujer, por
todo lo que ello conlleva, es el vehículo por excelencia de tal invasión, y no
es debido a las huellas dejadas por el Segundo Feminismo (surgido a finales de
1960 con la Contracultura) que pretendía acabar con la “mujer objeto”, sino a
la constante que significa adquirir patrones estéticos ajenos a nuestra idiosincrasia.
La “mujer objeto” no sólo no murió,
sino que es ya universal. Lo es precisamente porque la mujer objeto se
industrializó y la publicidad así lo demuestra: desde la valla de alcohol en la
autopista que establece la asociación mujer-cerveza hasta la cuña de automóviles
que afianzan el retrato del trinomio macho proveedor-mujer-estabilidad. Las curvas
femeninas son la ruta perfecta para cualquier promoción que desee establecerse.
Sin embargo, llama la atención que el prototipo de curvas que se muestran en
toda vitrina social no tienen la forma de la mujer de estas latitudes, sino la
de aquella mujer importada, prefabricada, preestablecida según indica la norma
exportadora. Digámoslo de otro modo: la mujer que nos venden es el ideal de
mujer que le gusta a los gringos. Así de simple. La cultura estadounidense es
tetófila por excelencia, gusta rendirle culto a los senos desproporcionadamente
grandes; casi podría decirse que no hay otras culturas que lo hagan en esa
magnitud. Esta nación hegemónica impone sus gustos vinculados con la imagen
femenina sobre otros países en los que tales vinculaciones no son originales.
El bombardeo mediático, periodístico
y comunicacional, establece las pautas que debe seguir la feminidad, no en
balde el fenómeno de aumento de senos se ha incrementado en nuestro país, un país
en el que claramente los bustos abultados son la excepción y no la norma. ¿Qué
es lo que lleva entonces a tantas mujeres a querer ser la excepción y no la
norma? ¿La imposibilidad de sentirse a gusto con su cuerpo –transformándolo al
estilo de- o mantener el ritual de satisfacer al hombre, que a su vez, busca un
patrón estético extranjero? Quien dude de este cuestionamiento, recuerde que
este fenómeno se profundiza: son muchas las jovencitas que en su cumpleaños
piden un regalo “abultado”, y por partida doble…
A este fenómeno habría que añadirle
el culto a la delgadez extrema, otro fetiche gringo de dudosa génesis, aunque
tangible en los estereotipos proyectados en televisión. La mujer, por supuesto,
es vehículo-víctima, ya que ha de llevar la carga de necesitar mantener la
figura cueste lo que cueste, siendo un estigma o especie de enfermedad social para
ellas tener unos kilos de más. Los hombres suelen quedar exentos de crítica o
culpa, por lo general. Sabiendo entonces que la genética de estas latitudes
suele favorecer otras partes del cuerpo, sigue permaneciendo el afán de muchas mujeres
de modificar otras zonas en que la desproporción, como se indica, es característica de lo
importado. Lejos de conciliar a las personas con su cuerpo, el stablishment aboga
por la pugna o la vergüenza, la baja autoestima y la desvaloración
autorreferencial. ¿Dudas? Ponga MTV en su televisor. Además, ya es natural que en los concursos de belleza participen mujeres con cuerpos totalmente modificados. Habría que preguntarse si tal aceptación en los certámenes forma parte de la naturalización (o banalización) del asunto.
De este modo, falta quien desde la
más persistente sinceridad, pueda convertir en lema dirigido a las más
agraviadas en el asunto, las mujeres: “tienes derecho a carecer de senos y no avergonzarte”,
“tienes derecho a ser gorda y no sentirte fea”. Una inyección de sensatez quizás
sea lo único que pueda hacer inmune a la sociedad de las gringopatías
adquiridas…