En toda la gama musical latinoamericana de mediados del siglo pasado –ajena a los monigotes prefabricados del norte- se acrisoló en muchos de sus exponentes, intérpretes y compositores un tema tan frecuente que muchas veces suele pasar desapercibido. No es, por tanto, descabellada la escena del visitante de taberna que, ante el consejo del mesero – psicólogo, ahoga sus penas no sólo en alcohol, sino en música. Basta con prestarle atención a muchos boleros y tangos para encontrar en sus letras un espécimen del romance que, a la luz de los días, parece fosilizado, sólo presente en los recuerdos y añoranzas de muchos ancianos: el amor misógino.
Sin duda alguna, la música como reflejo del acontecer sociocultural, es a la vez reflejo de la mentalidad, maneras de ser, pensar y sentir de las personas. ¿Qué decir entonces cuando el desprecio y/o el odio se le endilga a quien es al mismo tiempo el objeto de romance? Todo parece indicar, sin caer en el estricto contraste maniqueísta, que al menos en nuestros antepasados (y ya se explicará el porqué), el amor-odio musical es un vestigio irrefutable del tipo de relaciones interpersonales de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. De allí venimos.
Producto del conflicto entre la sociedad patriarcal (europea) y matricéntrica (aborigen), el latinoamericano irrumpe en el acontecer mundial como un elemento nuevo, con sus propias afecciones y características. Sus maneras de amar y odiar, lógicamente, se confeccionaron de igual manera, moldeándose según permitiera la interacción ambiental. Los avatares de los ritmos, ritos, creencias y mitos, fueron dándole forma a la evidencia nombrada, en donde lo musical, como expresión del ser, puede abarcar un enorme territorio cultural. Ahora, ¿por qué se presenta de manera abrupta en el bolero matancero, o en el tango sureño, cualquier cantidad de epítetos misóginos en lo que podría ser un normal despecho? Sería ligero, trivial, ridículo y excesivamente pavoso achacarle este fenómeno al ya recurrido “machismo”. Yo creo que el asunto va más allá, y para eso, basta comparar: hoy en día el romance chapado a la antigua, el “good old-fashioned lover boy” es anatema, una interdicción. ¿Será entonces que la musicalidad latinoamericana actual, incapaz o temerosa de emular cualquier expresión antigua, se enfrasca en “maquillar” lo que antes era norma destacar? La temática del bolero no es la misma de la balada de hoy, por supuesto.
Tal vez hurgando en las profundidades de las teorías freudianas pueda surgir alguna explicación ante la debacle del amor idealizado, espiritualizado, y por qué no, sublimado, del “amor-odio” típico de nuestro ancestro caribeño. Todo parece indicar que ese amor misógino musical fue reflejo de la mentalidad de aquel entonces, producto de un conflicto socioantropológico de vieja data que se venía arrastrando de la colonia. ¿Será que la mezcla de culturas foráneas le impidió al latinoamericano forjarse una forma de amar exenta de odio?
Cualquiera que sea la explicación, el extinto romance de nuestros abuelos, su sonoridad y su expresión genuina de una verdadera pasión quedaron eclipsados por los postmodernos gemidos de gata salvaje de Luis Fonsi.